Hoy me levanté feliz. Normal. Tranquila
y como de costumbre, desde hace “toda la vida” temprano. Con ganas de hacerlo
todo medianamente bien, como una de esas mortales que de modo repetitivo no se
exige mucho. Que se levanta. Produce. Descansa y repite el ciclo.
Me levanté con una mayor
consciencia sobre el control excesivo, los planes y los detalles pormenorizados.
Hasta hoy entendí que solo generan ansiedad, dolores de cabeza, de pecho y no
garantizan la perfección. Lo que si producen y mucho, es una sensación de insatisfacción prolongada. Doy fé de ello.
Por ello prometí dejar que todo
fluya y escapar de la compulsión de querer arreglarlo todo.
Tomé mi acostumbrada taza de café. Uno de los grandes placeres, hace muy poco descubierto, en mi vida. Placer que junto al olor a hierba húmeda y el cantar de los pajarillos, se convierten en mi oasis personal para iniciar el día. Defequé recién me levanté. Cosa extraña.
Esto siempre sucede después de desayunar.
Luego del ritual del baño,
maquillaje, peine y colocarme panti y brassiere, desayuné escuchando un audio
del cuento de Charles Bukowski llamado “Se Amable”.
Siendo las 6:33 a.m. me dispuse a cocinar el desayuno de mis niñas. Todos en casa dormían, inclusive Keysi. El búho en la familia siempre he sido yo. No logro dormir mucho ni bien. Tal vez el golpe sufrido en mi cabeza, hace varios lustros atrás, al caerme de la hamaca en Chiriquí, salió años después.
Y de pronto. Una ráfaga de frío me invadió, se me llenaron los ojos de invierno.
Me invadió una tristeza, un vacío
atemporal. Pero no ese tipo de tristeza fuerte, sino una desazón llena de dudas. “¿y si aún estuviese aquí?
6:33 a.m. en punto.
La misma hora en que mi madre hace tres meses atrás me confirmaba
- Te espero hija, vamos a hablar con los
doctores de Manuel y de paso, lo visitamos.
Visita que sin sospechar se convertiría en la última.
Visita traducida en una despedida casi definitiva. Casi.
Porque soy consciente que tenemos un reencuentro latente. Solo toca espera con calma y sin mucha prisa. Esa cita es inevitable, pero tampoco me urge en afanes ir a su encuentro...
Ya 90 días sin la presencia física de nuestro querido Manuel “El Tigre”. 90 días. Cortos, largos, tediosos, en alta con bajas, lentos, ajetreados.Días con muchas lluvias cual lamentaciones del alma. Exceso de fríos y un calor infernal. 90 días con sustos, preocupaciones, alegrías, nuevos inicios y sorpresas.
90 días después, la vida sigue. Sin tregua, sin espera. A la carrera. Obligándonos a seguir, empujando a cada uno de modo diferente, con sentimientos y reacciones diferentes, casi sin permitir que nos detengamos a pensar, a sentir, a llorar. Cada quien continua viviendo a su manera. Unos pocos pusieron distancias. Otros, cercanías. Otros volvieron a su mutismo selectivo. y la vida, río impetuoso en si mismo, sigue su curso. Arrastrando miedos, soledades y fortaleciendo el amor. También eso, el amor. Y nos sentimos vivos.
¿Seguimos vivos? O ¿solamente fingimos hacerlo?
Desde su muerte, siento que vivimos en un gran salón de espera. En el salón hay un gran foco blanco que corona nuestras cabezas y llena de calor todos nuestros cuerpos. Mientras esperamos podemos amar, pecar, discutir, trabajar y vivir. Es algo así como un espacio interactivo o una especie de reality show. En este salón amplio, iluminado y pintado de blanco, hay un gran letrero llamativo, tipo los utilizados en los baratillos de poca monta de la Central. Los que me se de memoria pues crecí en dicha área. El punto central del salón es ese letrero llamativo. Es rectangular con fondo amarillo y bordeado con focos como una cinta trenzada. Focos todos alrededor del cuadro gigante que titiritan luces color arcoíris y dentro del cuadro parpadea la palabra Esperanza con un color azul mar.
Siento que el Director del salón de espera nos observa, y pese a que siento su presencia, no puedo aún escuchar su voz.
Se que estoy en esa sala de espera viendo el cuadro y me llenó de la convicción que la cita se dará y lo volveremos a ver. Y no vendrá solo.
Sonrío.
Lo acompañaran quienes partieron antes.
Mis
abuelos maternos, paternos, mi hermana Vanessa, mi hijo Rolandito y acudirán reídos
sin entender porque acá abajo estamos aún tristes, estábamos ayer angustiados y estuvimos hoy cabizbajos fingiendo
que sonreíamos más de la cuenta.
Y siendo las 6:33 a.m. en mi cocina, frente a una paila repleta de aceite de oliva, friendo unos patacones, sentí vergüenza, cual Eva en el Paraíso y cubrí mi cuerpo con una toalla.
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Un barco tan pequeño que nos preserva de la inmensidad del mar, de sus peligros y sus oleajes cuando hay marejada.
A veces creemos equivocadamente que el timón en una relación lo lleva quien más ruido genera, quien mejor organiza, el estable o aquel que está al frente del barco.
Creemos que es quien agarra el timón y lo mimetizamos con el mismo, haciendo del timón-hombre-guía un solo sujeto. Pero el timón-ancla-estanco puede ser quien guarde más silencio, quien esté oculto, quien observa agazapado, quien infunde respeto solo con su presencia.
Así era Manuel, como esos espacios silenciosos, como esos compartimentos llenos de aire que mantienen el barco a flote, evitando que se hundan.Luego sentí, unas ganas inexplicables de pensar en él. De escribir por él. Y caí en cuenta que quienes
en las redes sociales escriben a sus seres queridos ya fallecidos, no les escriben
a ellos. No escriben para generar likes, mucho menos para inspirar compasión u
oleajes de empatía.
La realidad es que nos escribimos
a nosotros mismos, a quienes hemos perdido algo con la partida del ser que amamos o
admiramos. Los que hemos quedado, inevitablemente y a nuestro pesar, atrás.
Y heme aquí escribiendo a Manuel, pero sobre una base totalmente egoísta. Pensando solo en mí. Recordando que todas las noches le preguntaba a mi mamá, cada vez que ésta cerraba el teléfono
– No me digas, ¿era Kathy?. ¿Y qué dijo hoy mi hija querida? ¿Qué cuento te echó?
Surgían conversaciones
largas en base a lo que yo le conté a mi mamá y ella a su vez a Manuel. Era
como el juego infantil de los dos vasos con un hilo en el medio, pero sin vaso,
sin hilo, solo el amor que nos unía y mis arranques que los hacían reír.
A veces, muy pocas veces, me lo pasaba al teléfono. Él, de pocas palabras, discreto y cortante. Y yo me sentía incómoda porque surgían silencios y no sabía qué más decir. Hay momentos en los cuales no se qué decir.
Lo que no supe en
su momento fue que era un muy buen oyente y tenía toda su atención a mi disposición mientras conversábamos. Tarde muy tarde fui consciente de esto y hoy me pesa. Y me lleno de nostalgia. También de rabia.
Y pasaremos a ser olvido.
La vida nos obligará a seguir, preparados o no.
Pienso que debió estar un rato más con nosotros y los doctores que antier miré con gratitud y veneración, hoy los siento distantes e hipócritas. Pensaba que nos regalaron tiempo de calidad con Manuel. Hoy siento que en su falsa condescendencia nos restaron, sin previo aviso, sin compasión, momentos y conversaciones que ya no se darán. Los imagino en sus consejos médicos fríos y cerrados, con sus batas blancas, estiradas, nunca sucias, elucubrando si él, Manuel, seguiría recibiendo visitas o si ya eran demasiadas. Tal vez imagino lo que no es. Delaciones sin sentido. Es mi imaginación febril o tal vez mi creatividad maquiavélica teñida de paranoia.
Imagino lo que perdimos. Lo que
no sucedió. Y descubro, una vez más, que
no pensaba en Manuel y en sus 90 cortos/cercanos días largos/lejanos de aquí…
sino que pensaba nuevamente en mí y lo que perdí con su ausencia.
A un observador silente, a un estratega, a una persona sabia con sus "No, no, no, no!".
Perdí esos ojos pequeños que muchas veces vi hinchados de orgullo, que brillaban ante el mínimo logro alcanzado por quien les escribe.
A ese hombre sensible que amaba a mi madre sobre todas las cosas. Que la cuidaba, reconfortaba y defendía. Que la acompañaba a regañadientes muchas veces y que fingía observar con atención vitrinas en los centros comerciales, por no reconocer que no podía caminar con el vigor de sus años de mozuelo, pero sobre todo, quien hizo lo indecible por no preocuparla ni darle ningún tipo de sobresalto.
¡Perdí a quien me bajaba mis rabietas con una sola sentencia,
– Aquí no Kathia o te vas!
Perdí a ese amigo, que cuando tenía problemas, iba a mi casa, sin previa invitación.
- ¿Cómo va la cosa y qué piensas hacer? y esperaba con parsimonia extrema mi respuesta. Se sentaba y me ponía su mano grande en el hombro y me hacía sentir paz.
(Si la casa de Monte Oscuro hablase, me diría que Manuel
tiene un sitio importante en el Cielo… )
Perdí el único que le comentaba a mi mamá
– Kathy es bien fotogénica. Tu hija en persona es otra cosa!
Perdí a un hombre que lloró cuando mi madre estuvo en cama grave y que no derramó una sola lágrima ni mostró preocupación cuando le tocó su turno de estar enfermo. Que recibía con una sonrisa sus visitas en el hospital, pero de modo selectivo. No a todos quiso recibir... Fuí de las pocas afortunadas.
Valiente, tranquilo y bromista. Estoico y optimista. Preocupado por todos hasta el final. En cama, en espera, con una sonrisa. Siempre anhelando volver a casa. ¡Y volvió!
Con su partida, perdí algo de identidad, algo de
ilusión y de mi mundo mágico.
Me estrellé con un oleaje de sensibilidad desconocida en mí y tuve que
remontar sin preparación alguna una ráfaga abierta de realidad. Gané enfoque. Eso que se llama
madurez. Eso creo. Eso dicen por allí quienes me conocen.
También gané el valor de la palabra empeñada, el cumplimiento de una promesa.
Palabra y promesa, lo único de valor auténtico que tiene el hombre.
Gané la convicción y la esperanza inequívoca que ambos estamos, por ahora, en mundos paralelos.
Mundos
no tan distantes como lo creemos, que se unirán cuando nuestro Hacedor así lo decida en un mismo plano.
Manuel, la promesa aquella sigue hoy en pie.
Gracias por la invitación a cumplirla antes que la memoria ingrata, tarde o temprano, destruya mis hojas y me obligue a ser olvido.